20 abr 2011

Purgatorio, Eloy Martínez (fragmento)

Hola, ¿cómo están? espero que les vaya todo lisariaga, je. Como para no aburrir hasta la muerte con relatos míos (y de dudosa calidad) les dejo, apenas, un fragmento de "Purgatorio", de Tomás Eloy Martínez. Personalmente la considero una novela genial y tal vez en otra oportunidad me ponga a hacer un análisis de ella. Este fue su último escrito publicado antes de su muerte, en 2010... espero que les cope y comenten, no sean p*tos!.



               "La tarde está quieta y ni siquiera la corriente del río Delaware se mueve. La nube redonda y gris como una oveja sigue siendo la misma. Todo persiste en su ser, menos Emilia. El recuerdo de la madre ha pasado como una sombra por ella y la ha cambiado. Apenas ha probado el chianti, apenas ha tocado el plato de pasta. Sólo quisiera que Simón le hable más. Pero Simón mantiene la vista fija en la corriente inmóvil y no habla. Parecía animado por la mañana, cuando contó la historia del escritor con la pizarrita, pero enseguida ha vuelto a la expresión indiferente que tanto le recuerda a la madre enferma. Emilia se repite que es injusta, que ni siquiera sabe los tormentos por los que él ha pasado. Siete años en un geriátrico, piensa. Ella ha estado sólo unas pocas veces de visita, y al salir no ha podido sacudirse de la angustia. ¿Dónde quedaba ese geriátrico, Simón?, pregunta. Como él no le contesta, decide contarle el sueño atroz que tuvo la noche antes de encontrarlo en Trudy Tuesday. Dice:
               Me vi doblar la esquina de una calle vacía. Vos caminabas a grandes pasos por la vereda de enfrente con la cabeza baja. ¡Simón!, te llamé. Cruzaste la calle, te acercaste, yo te di la mano. Qué gusto volver a verlo, señor Cardoso, te dije, con una distancia que en el sueño era natural. No sé si recuerda que estuve casada con usted. ¿Ah, sí?, me contestaste. Qué bien. Estuve casado con usted. No sé qué más decir sobre eso, señora. Los muertos no tenemos recuerdos. Estoy apurado, tengo que irme. Acuérdese, por favor, te supliqué, acuérdese de mí, señor Cardoso. Me hiciste un gesto que no entendí. La calle si nadie se llenó de voces y de seres que querían abrirse un lugar. Mis padres, Chela, los cartógrafos de Hammond, Nancy, la gente de los cerros de Caracas, el personaje de James Stewart en Vértigo, y detrás de ellos una multitud infinita, sin nombre. Todos trataban de llamar mi atención, mientras yo trataba de que no te fueras, pero ya te habías ido sin despedirte. Nunca estuve más rodeada de gente que en ese sueño, y no me gustó. Al despertar sentí que la más insoportable de las soledades es no poder estar sola.
               Antes de que caiga la noche regresan en el Altima a Highland Park. Emilia conduce en silencio. No sabe qué decirle al marido taciturno. Ya le ha advertido que el lunes por la mañana irá con él a recuperar sus documentos, la tarjeta del seguro social, la licencia de conducir si la tiene. Debería preguntarle dónde los ha dejado, pero no ahora. Ahora está cruzando el puente sobre el Raritan y ve quioscos iluminados en la ribera: tómbolas, bingos, ventas de artesanía, una hilera de alegres lamparitas japonesas meciéndose al viento. ¿Y si nos diéramos una vuelta por esos quioscos, más tarde?, pregunta. La única kermés que se conoce en este pueblo es la de la calle principal, los 4 de Julio, a cielo abierto. Nunca he sabido que hubiera una a orillas del río y menos en noviembre, cuando las lluvias caen sin anunciarse. Ésta ha de ser la primera. Si fracasa no habrá otra. ¿Bajamos a ver? Más tarde, responde Simón; más tarde.
               Cuando llegan al departamento de la calle Cuarta Norte él no muestra, sin embargo, la menor intención de volver a salir. Se quita los zapatos, recalienta el café y tuesta una rodaja de pan negro. Al sentarse a la mesa, parece dispuesto a hablar. Tiende una mano hacia Emilia y la acaricia. Dice:

               También el escritor que iba y venía por los patios del geriátrico sin separarse de su pizarrita me contó un sueño. No era exactamente un sueño sino el recuerdo de un sueño que se le repetía. Un enorme perro negro se le echaba encima y lo lamía. El perro llevaba dentro todas las cosas que jamás existieron y aquellas que ni siquiera imaginan que podrían haber existido. Lo que no existe está siempre buscando un padre, dijo el perro, alguien que les dé conciencia. ¿Un dios?, preguntó el escritor. No, busca cualquier padre, contestó el perro. Las cosas que no existen son muchas más que las que llegan a existir. Lo que nunca existirá es infinito. Las semillas que no encontraron su tierra ni su agua y no se convirtieron en planta, los seres que no nacieron, los personajes que no fueron escritos. ¿Las rocas que se volvieron polvo? No, esas rocas fueron alguna vez. Hablo sólo de lo que pudo ser y no fue, dijo el perro. El hermano que no existió porque vos exististe en su lugar. Si te hubieran concebido segundos antes o segundos después, no serías quien sos y no sabrías que tu existencia se perdió en el aire de ninguna parte si que siquiera te enteraras. Lo que no llega a ser nunca sabe que pudo haber sido. Las novelas se escriben para eso: para reparar en el mundo la ausencia perpetua de lo que nunca existió. El perro se disolvió en el aire y el escritor volvió a despertar.
               Sin que Emilia se lo pide le cuenta dónde ha estado durante todos esos años. Ella oye caer las frases como si las conociera, las frases construyen historias que parecen proyectadas sobre una pantalla. Es la misma impresión engañosa que tuvo cuando llovían imágenes dentro de su celda, en Tucumán.
               No sé cómo llegué a ese geriátrico y tampoco creo que importe. La directora me esperaba. El edificio estaba rodeado por una cerca de hierro. A la entrada, sobre la puerta de madera, vi una marquesina de vidrios opacos. Las habitaciones tenían techos muy altos, una cama sin espaldar y varios crucifijos. Todas daban a un patio de palmeras y lapachos donde los pacientes tomaban aire y sol. El patio que yo debía cuidar tenía un piso de grandes mosaicos con guardas y dibujos de ornamento. Los varones estaban separados de las mujeres, y en los siete años que pasé allí nunca hubo la menor comunicación entre los sexos. Los varones hablábamos poco, jugábamos a las damas, veíamos televisión. Te vi una vez en los noticiarios, al lado de tu padre.
               Emilia se sorprende: ¿En los noticiarios? No era yo.
               Eras vos, insiste Simón. Se jugaba uno de los partidos del Mundial, el primero o el último. Tu padre estaba en el palco principal, detrás de los comandantes, que se volvían para hablar con él. Vos bostezabas en la tribuna de enfrente. Llevabas una bufanda celeste y blanca y un gorro blanco de lana. Bostezabas y te reías.
               ¿Era yo? Qué vergüenza.
               Eras vos.
               No, en aquellos meses ya había dejado de ser yo. Empecé a perderme cuando te fuiste. O lo que es peor, me convertí en alguien que no quería ser. Es tarde para todo, Simón. He cumplido sesenta años. Ya me has dado más de lo que merezco, ya me has hecho feliz. Ahora podés irte y salvarte. No valgo nada. Ni siquiera soy importante para mí.
               Eso no es cierto. Si fuera cierto, yo no habría vuelto. Empezaste a perderte a vos misma, como bien decís: eso es otra cosa. Perdiste una parte. Con la que te queda podrías empezar otra vez. No te menosprecies. Te amo.
               Yo también te amo tanto, tanto. No sé qué hacer conmigo.
               ¿Qué hacer? La vida que estás viviendo te rebaja. Vi la montaña de cupones inútiles para comprar lo que nunca vas a consumir: rebajas para pickles, sopas Campbell, budines de chocolate, cóctel de rosas frescas. Y las tarjetas para el bingo. Y las uñas esculpidas. Y las amigas que elegís. En vez de ser tu espejo son tu humillación. ¿Qué has hecho con tu vida, Emilia?
               Nada, eso es lo malo. No he hecho nada. Es mi vida la que lo ha hecho todo conmigo."



("Purgatorio", Tomás Eloy Martínez. Edit. Alfaguara, Pp 163-167.)

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