29 oct 2016

El secreto


    Un ojo de fuego impregna su saliva ígnea en fachadas plateadas, terror de las grietas y los vámpiros que acometen sobre las ciudades a las tres de la tarde. Un caminar ronco, que semeja al desengaño temprano de memorias, hace navegar a Franco por sobre las veredas. La calle, en pleno tránsito, destila un susto de origen remoto y primigenio, como las venganzas del Libro de Toth. Aquel descomunal libro que desencadena la parcialidad de un mundo que tal vez resultare desconocido. Como todos los pesimistas sensibles, avanza en la casi exclusiva atención de sus pies, el barro que fue su morada, laqueados en la tela. Sin embargo, fue una estrella fugaz la que le obligó a subir la vista y a palpar sus venas, con salpicadas de calle. La forma de la mujer. Eterna, hermosa, críptica. Súbitamente alcanza a mirarla, y a sentir su propio rostro al mirar. Su maxilar anguloso y cuadrado, la barba joven, que se aclaraba cuando el sol le iluminaba, volviéndola cobriza, sus ojos hundidos, que las tías reputaban como rasgos familiares, y una sombra de fatalidad inaugural se cruzó en su mente. Aquella dama se había transformado en una misión descendente. La nombró. Beatriz. Con una intelectualidad digna de mejor cauce.
 

    Una temible boca color sangre, de labios cansinos, de eternidad juvenil  y que llevaban un propio andar, milimétrico. “Demasiado preciso”.  Aún así contuvo su miedo y se atrevió a ver su nariz, de un fino resoplar, inocente e inquebrantable a la vez. En aquellos rasgos podía tocarse el candor de las apariencias y la inconfesable excusa de la cercanía, ante la cual se sintió Asterión, sufriendo en el centro mismo de las oscuras llanuras de carey, donde el equilibrio perfecto se vislumbraba; con unos lentes, superfluos y artificiales, lo único que le pareció desentonar en ese rostro. Muchos días después pensó que tal vez fuese una decisión inteligente. Esconder sus ojos sonaba demasiado elucubrado, de una consonancia diabólica para evitar la fatalidad de aquella Medusa. Pero aún así uno podía verlos aparecer, impunes e impostergables, como la justicia divina, como los más fieros verdugos de Tamerlán, agrietando el corazón del corajudo Franco, que vislumbraba una triste revelación sin poderla concretar. Pero ellos estaban ahí, él casi podía tocarla, mientras la calle se aglutinaba en un solo punto; una pira, de calor iridiscente, de sol lapidario, de relojes derretidos, de cuerpos víctimas de la causalidad. Podían verse detener las gotas de su sudor. La respiración claustrofóbica rebotando sobre el cemento, ante la encrucijada, ante los caminos del Franquito que pudo ser y no fue, del que será y el que no.
 

    Se vio, en uno de ellos, triunfante, en el cielo, que acaso era parecido a los balnearios avejentados de Las Toninas. En otro, por el contrario, se vio a sí mismo, como en un espejo, mirando sus propios pies. La aparente unicidad de su destino entusiasmó su mano diestra, diosa escondida con mayor valor que el resto de su cuerpo, que se le adelantó. Franco la vio salir, de su aparente quietud. Desde afuera de sí, pareció recordar a los mimos callejeros que le gustaban cuando era más joven y que actuaban como si su propio cuerpo fuera de otra persona. Enajenada y voluntariosa, la vio quebrar su muñeca y elevarse en el aire, en un solo movimiento dictado por fuerzas extrañas, acaso malignas, que se dieron el lujo de también extender su dedo índice, el de la uña mocha, como si estuviese a punto de decir algo.
 

    Pero el gesto de su cuerpo era una desmesura, era un rasgo de su próxima fatalidad. Quiso advertirle a ese diablo vertiginoso que su alma bien podría venderse a cambio del amor de su cuerpo, pero los labios rojos, sin cavilar, contestaron silenciosos, antes que pudiera profesar palabra, imperceptibles, faríngeos y sin detener su paso corto: “tu alma ya es mía”.



Manuel.