20 abr 2011

Purgatorio, Eloy Martínez (fragmento)

Hola, ¿cómo están? espero que les vaya todo lisariaga, je. Como para no aburrir hasta la muerte con relatos míos (y de dudosa calidad) les dejo, apenas, un fragmento de "Purgatorio", de Tomás Eloy Martínez. Personalmente la considero una novela genial y tal vez en otra oportunidad me ponga a hacer un análisis de ella. Este fue su último escrito publicado antes de su muerte, en 2010... espero que les cope y comenten, no sean p*tos!.


13 abr 2011

Carla

          Carla era una mujer que desde siempre había despertado mi curiosidad. Creía que era una artista con potencial infinitamente grande, pero siempre había sentido que su verdadera expresión, su verdadero “ser sensible”, descansaba bajo telas y telas de banalidad. Un día, incomprensiblemente y con un recelo de ojos de pantera, me había propuesto desenmascarar su expresión para poder llevarla al ápice de su emocionalidad.
         Es verdad que ella era hermosa, que era voluptuosamente hermosa, pero yo miraba eso como una simple nimiedad, como un favor etéreo, que estaba íntegramente ligado a sus dibujos. Sinceramente, yo no buscaba de ella la congratulación, aunque más de una vez me había enajenado pensando en la entrega de su cuerpo, curvilíneo y morocho, en mi imperturbable cama de una plaza. No obstante, lo que yo veía en ella iba más allá de un simple enamoramiento pueril y adolescente, o siquiera de un cobarde platonicismo contumaz. Era algo que sin dudas unía mi alma con su alma, incluso en la distancia. Incluso en el odio que yo creí, una lejana vez en la que compartí un trabajo práctico, que ella me apercibía. Hoy, alejado ya de esas circunstancias, veo con claridad mi ensimismamiento.
         Pero es que era imposible no adorar ese cuerpo y, particularmente, ese trazo colorido y despreocupado. Ese trazo, tan fauve y tan pop, ocupaba toda la vida per-sé; era como un barril de pólvora emocional dispuesto a estallar en matices de inconsciencia. Era un presagio de amor de la autora, sempiterna y erótica, que desfasaba ante sí cualquier posibilidad de acromatismo, como en un concierto de colores oníricos que se yuxtaponían desprejuiciada y locamente. Todo parecía estar desprovisto de cualquier afán de reconocimiento intelectual y raboneaba, a lo “Bichi” Borghi, un centro hacia una mística comparsa, casi melancólica. Sus obras parecían resistir mis campañas del desierto con sorna. Semejante a los enigmas de la vida pero, esta vez, resueltos con una estoica alegría. Yo sentía que aquello era una denuncia; era una denuncia a la necedad de falsos enamorados que, narcisistas, creían ver el color real, aunque sólo vieran el color cartesiano. A veces, también, sus dibujos eran atacados por densas líneas negras e intrincadas; estaban organizadas de forma tal que uno podía casi adivinar los dilemas que había implicado su traza. Estos dibujos irreflexivos pero impactantes me hicieron sospechar una trascendental paradoja, aunque todavía hoy no puedo saber exactamente de qué.
         Supe, a través de adorables enólogos traidores, de varios de sus amoríos; efímeros y, en su mayoría, canallescos. Silenciosamente yo resguardé esperanzas, basadas en el conocimiento de mi (nuestro) secreto artístico y en la capacidad de atracción de mi lengua viperina. Naturalmente, yo nunca le dije nada; tal vez por respeto o por miedo. Más de una vez sentí que era, para ella, un tarado bastante simpático.
         “¿Qué guardará para sí?” me preguntaba desvelado frente a un concierto de pringosos relatos hechos por armadores profesionales de balurdos (que han terminado por ser amigos); “Un sí es no es de inocencia mundana” me respondía. “¿Qué será aquello que busca decir tras todo su ser, tras todos sus trazos?”, me preguntaba con terca inocencia y misticismo de cotillón. Yo creía que debía desnudar su ser; comprender su virtud más plena y su defecto más tangible para poder así atrapar la mayor de sus inquietudes filosóficas y conseguir que su alma se abriera como una heliconia. ¡Y pensar que realmente lo único que quería que se abrieran eran sus piernas!: ¡Qué elíptica es la expresión del deseo de un hombre sensible, lo engaña incluso a sí mismo!
         Fue así que una noche, ebrios de soledad, ambos, y víctimas de un paisaje hostil, pudimos entregarnos al placer venéreo. El viento ululaba con un suave arrullo que agitaba, con intervalos de tercera mayor, las ramas inocentes de los árboles. El pasto, amarillo y sobrio, se mosqueaba con rencor ante nuestros dos cuerpos desnudos y misteriosos que rompían la modorra de la noche; unas parras miserables tapaban las estrellas curiosas. Yo pocas veces me había sentido así; me sentía entregado copiosamente a un cuerpo fugaz, con el que buscaba penetrar la doliente visión de un cuerpo solemne y ecuménico, que sonreía perlado ante mi desenfreno perverso. Nuestros cuerpos, oscuros como la noche, eran un desafío a la pasividad del universo, que resplandecía pueril ante el plenilunio, privándonos del color que, sabíamos, nos era merecido.
         Ella era como un faquir sin carne; era un dolor sin riesgo, pero dolor al fin. Era la dulce fortaleza del amor en sí mismo. A lo lejos, un circo de luces de linternas peregrinas se acercó y, nos obligó a vestirnos nuevamente. Actuar como si nada hubiese ocurrido.


*** 

         Muchos meses después, cuando pude estar frente a ella bajo el abrigo de una noche de alcohol, pude reencontrarme definitivamente con sus ojos. Intenté reproducir en mi mirada aquello que podría haberla inclinado aquella vez hacia mi ser, pero algo en su brillo me dijo que era imposible.
         Y más días y más meses pasaron. Sus obras se hicieron imposibles de ubicar; era difícil poder conseguir copias fieles. La mayoría solían tener errores groseros en la profundidad de sus líneas y en el valor de sus colores, otras aparecían manchadas por el trajín con que parecían transportarse. Yo ya no sabía si ello era un mero desatino de las reproducciones o si era una estrategia siniestra para hacerme desligar de su arte. De cualquier manera, ya no pude alegrarme con la fuerza de su viso.
         Y hasta el día de hoy me preguntó si se habrán volcado, en la tierra en que estuvimos juntos por única vez, los colores de su ser, formando así lagos de sexo arcoiris.